sonrosada, salió al encuentro de la joven señora justamente cuando ésta, después de santiguarse junto a la pila del agua bendita, permanecía indecisa ante un grupo de mujeres del pueblo, no sabiendo cómo romper aquella apretada muralla de carne.
- Pase usted, señora - dijo el vejete - . Sígame que yo la conduciré al lugar de costumbre. Hoy se ha retrasado usted.
- Sí, señor - contestó la joven con voz queda, no atreviéndose a conducirse en el templo con la desenvoltura que al viejo devoto daba la costumbre - . He tardado un poco. Ocupaciones...
- ¿Y la señora baronesa? ¿Cómo no ha venido?
- Está algo enferma. Por eso he tardado. Está muy disgustada por no poder oír esta vez al padre Luis.
- Lo comprendo. Es una señora modelo de cristianas. Yo me honro siendo amigo de ella. Hemos trabajado juntos en varios asuntos de cofradía.
Y el devoto, que mientras decía esto iba haciendo sonar su pértiga contra el suelo con aire de autoridad y repartiendo sendos empujones a diestro y siniestro, consiguió abrirse paso y conducir a la joven, a quien trataba con gran consideración, a un pequeño claro que existía entre aquellos grupos de aristocráticas damas esparcidos al pie del pulpito.
La señora, después de arrodillarse y rezar breve rato, sentóse en una silla que le buscó el oficioso viejo y una vez habituada a la difusa claridad que existía en el interior de la iglesia, paseó su mirada por las personas que la rodeaban y contestó con graciosas inclinaciones de cabeza al mudo y sonriente saludo de algunas caras conocidas.
Aquella aparición de la recién llegada parecía entretener e interesar mucho a las aristocráticas damas que sólo en fiestas como aquélla conseguían ver a la joven señora de Quirós.
Todas aquellas mujeres que mientras llegaba el instante de escuchar la palabra de Dios se entretenían en despellejarse unas a otras interiormente, examinando los trajes de las demás y buscándoles defectos, tenían idéntico pensamiento contemplando a hurtadillas a la recién llegada.
¡Pobrecilla! ¡Cuán cambiada estaba! Todavía era hermosa, eso sí, pero en ella no quedaba nada de aquella frescura juvenil, de aquellla vivacidad graciosa que tan atractiva la hacían tres años antes.
Desde su casamiento, que tanto ruido produjo en la alta sociedad madrileña a causa de las circunstancias novelescas de que fue precedido, la vida de la señora de Quirós se habíaoscurecido, encerrándose en lo más sagrado del hogar. La hija del conde de Baselga procuraba el menor contacto posible con la sociedad, como si se sintiera avergonzada ante aquellas gentes que conocían el secreto de su vida.
Éste mismo rubor envalentonaba a todas aquellas damas que tenían en su vida faltas mayores que la cometida por Enriqueta, a pesar de lo cual elogiaban con aire de compasión a aquella infeliz(así la llamaban) que sufría el remordimiento producido por la ruidosa ligereza que la había conducido al matrimonio.
Para nadie era un secreto la existencia que hacía la señora de Quirós. Vivía separada por completo de su marido, que ya no era el alegre y servicial Joaquinito de otros tiempos, pues desde que tenía millones, las echaba de personaje grave, había fundado un periódico ultramontano y figuraba en las Cortes, entre la minoría reaccionaria con la que transigían todos los gobiernos así los presidiera O'Donnell como Narváez, por saber éstos, que el tal grupo político estaba protegido por la gente de Palacio.
Enriqueta pasaba su existencia entregada al cuidado de su hija, la pequeña María, que ella criaba, a pesar de que su naturaleza se mostraba rebelde a cumplir las funciones de la maternidad.
Su cariño a aquella niña, prueba palpable del escándalo deshonroso que la había obligado a casarse con Quirós, rayaba en los límites de lo absurdo, y hacía creer a muchos que los incidentes novelescos de su vida le habían perturbado la razón. No se separaba un solo instante de su hija sin tomar antes grandes precauciones y reñía muchas veces con su hermana la baronesa cuando ésta mostraba empeño en acariciar a la niña o en conservarla en sus habitaciones.
Tenía Enriqueta, en concepto de aquellas elegantes señoras, la manía de las persecuciones, y por esto, sin duda, se mostraba tan recelosa al tratarse de su hija, y profería ciertas palabras que hacían pensar que la joven madre creía en alguna absurda conspiración fraguada para robarle aquel pedazo de sus entrañas.
La historia de la joven, su novelesco casamiento, la vida retirada y modesta que hacía a pesar de sus riquezas y sus continuas disensiones con la baronesa, aunque eran cosas que sólo incompletamente y desfiguradas por la murmuración conocían las gentes elegantes, hacían
que Enriqueta fuera mirada con interés o más bien con curiosidad, siempre que se presentaba en público entre las personas de su clase.
Aquella curiosidad resultaba justificada por la conducta que observaba la joven. Si después de su casamiento hubiese vuelto a los dorados salones solicitando con una sonrisa alegre el olvido de todo lo anterior, Enriqueta hubiese sido una de tantas y elbullicio de la vida elegante, como onda de agua lustral, hubiese pasado sobre su vida borrándolo todo; pero era altiva, obstinada en no pedir clemencia a aquella sociedad hipócrita, deslumbrante por fuera y corrompida por dentro, que tan mal había hablado de ella, y esta soberbia era la principal causa de la despreciativa y curiosa compasión que la rodeaba, siempre que se confundía entre las gentes de su clase.
Aquellas mujeres, elegantes figuras de baile cuando solteras y ornato de los salones y consuelo de célibes hermosos cuando casadas, no podían comprender los sentimientos de una joven que por cuidar una niña, fruto de unos amores que tardaron en legalizarse más de lo conveniente, renunciaba a todos los placeres y atractivos de la vida elegante.
La curiosidad de aquellas damas, sus cuchicheos y miradas de inteligencia, no tardaron en extinguirse.
Habían terminado ya los cánticos en el coro y a los acordes misteriosos de un armónium que entonaba una dulce melodía, acababa de subir al púlpito el padre Luis, ni más ni menos que en pasaje culminante de una ópera, aparece el tenor acompañado por vigoroso y fantástico trémolo de violines.
¡Qué buena mano tenían los padres de la Compañía para revestir la devoción de un aparato poético y teatral!
Las elegantes damas fijaron enternecidas sus ojos en aquella figura cortesana, de rizado y albo sobrepelliz, que se erguía en el púlpito, mirando como un sublime inspirado el rayo de luz blanquecina y difusa que filtrándose por un ventanal, venía a caer sobre su cabeza rodeándola de una aureola brillante.
Guapo mozo era el tal padre Luis y razón tenían las aristocráticas devotas para dividirse en bandos al tratar de sus prendas físicas, disentiendo en los salones con gran calor qué era en él más notable, si sus ojos grandes y ardientes como los de un moro, su boca fresca y entreabierta como una rosa que en vez de perfumes exhalaba torrentes
inagotables de mística elocuencia, o aquella apostura majestuosa que le hacía lucir la sotana con la misma majestad que un patricio romano ostentara su toga viril.
El padre Claudio había sabido escoger bien el hombre encargado de conducir al cielo a aquellas buenas y delicadas católicas, que no reconocían a Dios más que sentadas cómodamente en un templo bien iluminado que permitiera ver los trajes de las compañeras y al arrullo de una música de opereta.
La voz meliflua del padre Luis, que modulaba todos los sonidos de una de aquellas flautas pastoriles de los melodiosos idilios, sumió pronto al ilustrado concurso en un dulce estado de somnolencia, a través del cual llegaban las palabras del orador vagas y halagadorascomo las notas sueltas de una sinfonía fantástica.
¡Qué elocuencia tan dulce! ¡Qué facilidad para convencer los ánimos más obstinados, haciéndoles comprender las ventajas de ser fieles a Dios y lo poco que cuesta estar en su gracia! Se necesitaba tener el corazón muy duro y estar poseído del demonio, para no cumplir lo mandado por el Señor y ganarse un puesto en el cielo.
El autor de todo lo creado, del que era en aquellos momentos fiel representante el padre Luis, no quería el castigo del pecado, sino su arrepentimiento; no era tan inexorable que por un crimen más o menos cerrara para siempre a una criatura la puerta de la misericordia; el Señor era iracundo, inflexible y justiciero algunas veces, pero sus cóleras sólo las guardaba para los impíos que le desconocían, yendo contra la Iglesia y contra sus ministros que eran los sacerdotes.
Poco importaba ser bueno si a esta condición no iba unida la de hijo fiel y sumiso de la Iglesia. Se podía ser un honrado padre de familia, un buen ciudadano, un hombre respetuoso con sus semejantes e incapaz de cometer contra éstos el menor atentado, y sin embargo caer de cabeza en el infierno por el horripilante delito de no creer en el dogma que enseña la Santa Madre Iglesia, y mirar con la mayor indiferencia la triste suerte del Papa y denigrar a los sacerdotes representantes del Altísimo; en cambio se podía arrastrar una vida digna de maldición, atentar contra todo lo humano, ser un peligro para la sociedad, y a pesar de esto no desconfiar de la eterna salvación. Al más criminal le bastaba para entrar en el cielo un acto de verdadera contrición, un arrepentimiento de última hora y sobre todo no haber atacado nunca la legitimidad de la Iglesia y sus sacrosantos derechos; con esto la
salvación era segura, pues Dios es tan infinitamente misericordioso con el pecador que nunca duda de las buenas ideas que le inculcaron en su niñez, como inexorable con el impío, aunque éste no cometa en su vida ningún acto reprobable. Con el escándalo basta para que arda eternamente en las llamas del Infierno.
¡Pero qué bien hablaba el padre Luis! No había que dudar que en la Compañía de Jesús estaban los sacerdotes de mayor talento, santos varones que no contentos con salvar las almas, cubrían de blandas alfombras y de olorosas flores el camino del cielo, para que las gentes distinguidas pudieran hacer con más comodidad el viaje.
Una emoción enternecedora se difundía por todos aquellos aristocráticos pechos cubiertos de raso y terciopelo y las lágrimas velaban las dulces miradas quealgunos cientos de ojos femeniles lanzaban al elocuente orador.
¡Oh, qué delicia! ¡Si Arturo, Pepito o algún otro pollo de sangre azul, en vez de hablar en el fondo de la alcoba, entre beso y beso, de la yegua recién comprada, o del traje que fulanita iba a estrenar en el próximo baile de la embajada, supieran expresarse con aquella dulce elocuencia que hacía amar más aún las cosas mundanas y reconciliaba con las divinas!
En cuanto a los hombres no se enternecían menos. Aquellos condes y marqueses que confundidos con banqueros y políticos de oficio y formando grupos en torno de las columnas o en el fondo de las capillas, escuchaban el sermón mirando a las mujeres entre las que estaban sus esposas e hijas, sentíanse invadidos por una seráfica tranquilidad oyendo las palabras del padre Luis. ¡Oh! ¡No debían ya tener miedo! Para ellos no estaban cerradas las puertas del cielo. Nunca se les había ocurrido dudar de lo que la Iglesia predica ni atacar a sus sacerdotes; les bastaba, pues, con arrepentirse a última hora, y entretanto podían con toda tranquilidad escarbar por hábiles medios la bolsa del prójimo, jurar en falso, mentir a todas horas y mirar sin cólera su casa convertida en un burdel, mientras ellos iban en busca de la mísera obrera para seducirla o robaban el pan a sus hijos para satisfacer los caprichos de una mundana. ¡Oh, cuán bueno era aquel Dios bonachón y sencillo que cerraba sus ojos a todos los crímenes de sus criaturas esperando pacientemente la hora de su arrepentimiento! ¡Qué divino consuelo proporcionaba al alma aquella santa doctrina! Que se presentaran allí esos impíos revolucionarios que en su afán demoledor quieren privar a
las almas católicas de los consuelos que proporciona la religión.
Ni con los muchos millones que representaban unidas las fortunas de todos aquellos aristocráticos seres, podía pagarse la dulce emoción, el angélico placer producido por las palabras del orador de la Compañía.
¡Y qué sencillez la suya al señalar los vicios de la época, los escollos que levantaba el pecado para que naufragase toda virtud y de los cuales él rogaba a sus oyentes que se alejasen.
Huid, ¡oh cristianos!, del teatro, de ese centro de perversión y malas costumbres, donde se excitan las pasiones y se tienta de mil modos la carne siempre flaca; no presenciéis las representaciones de esas operetas francesas, obras inmorales y corruptoras, que bailando conducen a un hombre al infierno; no repitáis esas canciones infames que hacen asomar el rubor a las mejillas, ese ¡ay mamá que noche aquélla!... y otras que hacen pensar en cosas sucias y pecaminosas.
Y el elocuente jesuita,deseoso de dar color a su peroración, repetía las mismas canciones que anatematizaba, produciendo gran contento en sus oyentes.
Francia, la impía Francia, la nación que produjo al infernal Voltaire y a la horripilante Revolución del pasado siglo, era la culpable de aquella corrupción universal llevada a cabo por medio del can-can y de las inmorales canciones, y el predicador se deshacía en denuestos contra el pueblo galo, como si en él hubiese surgido espontáneamente tal podredumbre, guardándose de hacer caer la responsabilidad sobre el segundo imperio que era su verdadero autor y sobre aquel Napoleón III al que respetaba la Iglesia a pesar de todos sus crímenes, por ser el asesino de la segunda república francesa y el protector interesado de Pío IX.
Pero cuando el padre Luis se remontaba a las alturas de la sabiduría y hacía la crítica histérica de las naciones impías y de todas las religiones falsas, el auditorio sentíase conmovido y apreciaba una vez más la ciencia sublime de los padres de la Compañía.
¡Con qué sencillez y rápidos rasgos sabía retratar el elocuente jesuita todas las creencias que hacían la guerra al catolicismo! ¡Con qué sátira tan fina las ridiculizaba, desentrañando su verdadero significado! Para el padre Luis no existían problemas históricos y todas las creencias, a excepción de la suya, eran producto del egoísmo o de las más bajas pasiones.
La revolución religiosa del siglo XVI era para él la obra de un frailecillo ignorante llamado Lutero, gran aficionado al escándalo, que revolvió el mundo porque el Papa le había negado el monopolio de las indulgencias que producía muy buenos cuartos y porque estaba harto de ser célibe y buscaba casarse con una monja; el islamismo era una doctrina fantástica, inventada por un hombre sensual y lujurioso como un mico, que soñaba en huríes de eterna virginidad y quiso consagrar su insaciable apetito dándole un carácter religioso; los adoradores de Brahma eran unos indios imbéciles que se sentían poseídos de santo respeto en presencia de una vaca; y todos los sectarios, en fin, de todas las religiones conocidas, eran una turba de malvados o estúpidos a juzgar por las palabras del padre Luis, quien punzaba todos los dogmas con el fin de librarlos de la hinchazón del error y hacer que el catolicismo surgiera victorioso por encima de ellos.
Su crítica de las creencias impías que germinaban dentro de las naciones cristianas no era acogida por aquel auditorio con menos entusiasmo y respeto. ¡Qué inspirados acentos de indignación le arrancaba la Revolución Francesa, aquel nido de horribles ideas que como voraces serpientes se enroscaban a las más santas y tradicionales doctrinas, intentando exterminarlas conel veneno de la impiedad! El republicanismo, combatíalo él con una fiereza sin limites, demostrando hasta la saciedad, al honorable concurso que le escuchaba, cómo era imposible que las naciones subsistieran sin reyes que se encargaran de guiarlas como el pastor a sus rebaños.
¡La República! ¡Horror! Había que estremecerse ante tal nombre, pues recordaba el año 93 con todos sus crímenes.
La más cruel inflexibilidad no era aún suficiente para los que defendían tan absurda forma de gobierno; había que sellar para siempre sus bocas; había que exterminar a sus audaces propagandistas que no contentos con despreciar a los reyes, atacaban a los sacerdotes de Cristo, o de lo contrario se corría el peligro de que por arte del demonio triunfase tan horripilante doctrina algún día, viéndose obligadas a emigrar a Marruecos todas las personas decentes.
¿Y dónde estaba la causa infernal de aquella propaganda revolucionaría e impía que tanto agitaba a España?... ¿Dónde estaba?
Y el padre Luis, después de hacer estas preguntas con voz atronadora a su silencioso auditorio que le escuchaba cada vez más fervoroso y convencido, miraba la bóveda del templo, paseaba sus ojos de águila
por aquel mar de cabezas que a impulsos de la emoción se agitaba bajo el púlpito, y por fin con la misma expresión de Arquímedes al hacer su inmortal descubrimiento, manifestaba que el motivo de todos los males de la patria residía en la masonería, institución infernal que vivía en la sombra, congregándose en lóbregos subterráneos y allí con el mismo aparato que las antiguas brujas en los aquelarres, en torno de una peluda efigie de Satanás, juraban puñal en mano todos los iniciados el exterminio de los buenos, la destrucción de la religión y hacer una guerra a muerte a Dios y a la virtud.
¡Qué imaginación la del padre Luis! ¡Con qué colores tan vivos sabía pintar todos los crímenes y desafueros de los masones! ¡Cuán listamente había procedido para enterarse de todos los misterios de la horrible sociedad secreta!
Lágrimas de triste emoción y suspiros angustiosos escapábanse a todas aquellas señoras oyendo al predicador y más de una condesa delicada hubiera dado algo por tener al alcance de sus uñas a uno de aquellos masones que se imponían la obligación de cometer un crimen todos los días, que deseaban triunfasen sus ideas para comerse a los curas y que en sus infernales francachelas aullaban de placer cuando en vez de vino bebían la sangre de algún acólito recién degollado o de un niño cristiano inmolado por saber al dedillo el catecismo.
¡Oh!, aquello era abominable y producía escalofríos de terror. Bien hacía el padre Luis en dolersede que la impiedad del siglo hubiese suprimido la Inquisición y en pedir a Dios que iluminase a los monarcas cristianos impulsándolos a exterminar a tales monstruos.
La muchedumbre que llenaba el templo estaba agitada por la ebullición del entusiasmo. Nunca el sacro orador se había mostrado tan elocuente y entre él y los oyentes existía esa corriente simpática que hace que con la menor palabra se inflame el auditorio.
Podría ser momentáneo aquel entusiasmo, pero resultaba altamente consolador para todo buen católico. Aquellos ojos brillantes, aquel sordo rugido de indignación que se elevaba sobre la confusa masa y aquella voz meliflua en unos pasajes y en otros tronante como la trompeta del Juicio, recordaban a Pedro el Ermitaño, predicando la primera Cruzada.
Eran aquel tropel de hombres y mujeres los cruzados de las santas ideas prontos a caer sobre la impiedad para exterminarla a la voz de su tribuno; pero... ¡ay!, había algo en aquella muchedumbre que olía a muerto.
La fe se movía, se agitaba, pero con los inconvenientes y rígidos movimientos de un cadáver agonizando.
Tal vez entre aquella demagogia negra que estaba en último término, surgieran hombres ignorantes y rudos capaces de obedecer automáticamente a la Iglesia y de defender su religión con todas las intransigencias del fanatismo; pero bajo aquellas levitas próximas al púlpito, bajo aquellas blondas que se movían a impulsos de agitados pechos, no había un solo corazón que pudiera conservar mucho tiempo el entusiasmo que allí sentía.
Cuando aquel público elegante y sensible se viera en la calle, la insustancialidad de su existencia se encargaría de borrar las impresiones recibidas en el templo, y como único comentario, recordarían a la noche en los aristocráticos salones, el sermón del padre Luis, junto con el do de pecho de Tamberlich o la última estocada del Tato.
Sobre flojos cimientos elevaba la Compañía el edificio de la nueva fe.
En medio de aquel entusiasmo, de aquella santa agitación que predominaba en el templo, sólo una persona permanecía indiferente.
Era la señora de Quirós.
Gustábale a Enriqueta la oratoria del padre Luis; acudía a todas sus conferencias ansiosa de gozar cierta emoción artística y de ser acariciada por aquella elocuencia dulzona y pegajosa que le producía el efecto de una embriaguez de jarabe; pero en aquella tarde se sentía tan obsesionada por una idea, que apenas si atendía ni se daba cuenta del lugar donde estaba.
Las palabras del jesuita se estrellaban en sus oídos, pues el pensamiento se negaba a admitirlas ocupado como estaba en ciertas reflexiones.
Al salir Enriqueta de su casa y al ir a subir en su elegante berlina, había visto parado en la acera de enfrente un hombreque inmediatamente llamó su atención sin que ella pudiera explicarse la causa.
Nada tenía aquel hombre que excitase la curiosidad. Iba embozado en una capa con vueltas de grana y llevaba el sombrero hongo tan encasquetado que apenas si se le veían los ojos.
En una tarde tan fría, no era extraño ver a un hombre cubriéndose el rostro con tanto cuidado; pero a pesar de esto, Enriqueta lo miró varias veces antes de entrar en su carruaje.
Parecíale adivinar en aquella figura que se ocultaba bajo la nube de paño, algo que despertaba en ella antiguos y adormecidos pensamientos. Pero apenas estuvo algunos minutos en el interior abrigado de su berlina, que corría veloz por las calles de Madrid, se fue borrando aquella impresión.
¡Cuán loca estaba! ¡Pensar que aquel hombre pudiera ser...! ¡Bah!, aquello había sido un hermoso sueño de la juventud que se desvaneció para no reproducirse jamás.
¡Qué ideas tan extrañas le acometían en aquella tarde! Ya adivinaba lo que le ocurría. Eran los nervios excitados por la temperatura. Aquella lluvia incesante y el cielo oscuro y monótono la excitaban de un modo horrible. Pronto pasaría aquello; necesitaba distraerse y en la iglesia lograría calmarse.
Cuando ya estaba próxima a la iglesia, pasó rozando su berlina un veloz coche de alquiler a través de cuyos cristales empañados por el frío y la lluvia creyó distinguir la misma capa de embozos grana y algo más, que le produjo un repentino estremecimiento.
¿Todavía aquella absurda ilusión?
Pasó el carruaje como visión fantástica arrastrando lejos, muy lejos, los retazos de grana y aquellos ojos que ella había visto brillar por un instante, y cuando la joven señora, transcurridos algunos minutos, se apeó a la puerta de la iglesia, vio próximo a ésta, al mismo hombre de la capa, en igual posición que lo había mirado por primera vez en la calle de Atocha.
Enriqueta tuvo miedo al desconocido, y apresuradamente entró en el templo, temerosa de que aquél fuese tras sus pasos.
Creía ella que la fiesta religiosa y aquella oratoria que otras veces tanto la deleitaba, borrarían de su ánimo la extraña preocupación causada por tal encuentro, pero no pudo ni por un solo momento despojarse del recuerdo de aquel embozado que creía conocer.
¡Si fuera él!... Y Enriqueta, al formular tal pensamiento, estremecíase unas veces de alegría y otras de terror.
Parecíale grato el recordar aquella época pasada, que había sido la más feliz de su vida; pero al mismo tiempo experimentaba un interno terror, al imaginarse que se podía encontrar frente al hombre que tanto había amado.
Reconocíase débil para resistir la impresión que el antiguo amante
causaría en ella, ysu pudor sublevábase anticipadamente ante el peligro que pudiera correr su virtud.
"Por fortuna - decíase Enriqueta deseosa de aplacar aquella indignación de mujer honrada que se apoderaba de ella al pensar en la posibilidad de ser débil ante el amor - , por fortuna, todas estas ideas no son más que ilusiones absurdas. ¡Cuán loca estoy! ¿Por qué ha de ser él ese embozado desconocido que he visto? Algo hay en ese hombre que interesa mi corazón y lo hace latir como en presencia de un ser conocido. Pero no... esto son locuras; cosas de mis nervios, que están hoy más excitados que de costumbre. Aquél se halla muy lejos; nunca volverá, y tal vez a estas horas no se acuerde de que yo existo en el mundo."
Y Enriqueta se esforzaba en tranquilizarse, demostrando con valiosas razones a su exaltada imaginación lo infundadas que eran sus sospechas.
Preocupada con tales pensamientos, transcurrió para Enriqueta más de hora y media, que fue el tiempo que el padre Luis invirtió en su conferencia.
Por fin, el orador lanzó su párrafo final con los brazos extendidos y los ojos fijos en la bóveda, pidiendo a Dios el exterminio de la impiedad y que derramase su santa gracia sobre aquel cristiano auditorio, y sus últimas palabras fueron acogidas con un gigantesco murmullo de satisfacción que exhaló aquella multitud, libre ya del encanto que obraba sobre ella la elocuencia del jesuita.
Él público comenzó a desfilar, encaminándose a las puertas del templo, en las cuales se estrujaba la muchedumbre ansiosa por salir. Tras la gente menuda que ocupaba el fondo de la iglesia, salió el público elegante, no sin antes formar corrillos en la nave central en los que se cambiaban saludos y se daban citas para las diversiones de la noche.
Enriqueta seguía inmóvil y cabizbaja en su asiento, no habiéndose aún dado cuenta exacta del final del discurso.
El vacío que se fue extendiendo en torno de ella hízole salir de su abstracción, y al ver la iglesia desocupada y casi desierta, levantóse de su asiento disponiéndose a salir.
Sólo quedaban algunos grupos de beatas que, arrodilladas cerca del altar mayor, rezaban las oraciones, y el sacristán que, seguido de sus acólitos, iba de una capilla a otra apagando las luces de las lámparas de
cristal.
Enriqueta se arrodilló para rezar una corta oración, y una vez terminada ésta dirigióse a la puerta del templo.
"Es tarde - iba pensando - , Fernanda me esperará y además ¡Dios sabe cómo habrán cuidado a la niña!"
El temor que le inspiraba su hermana, la baronesa, y sus alarmas maternales la hicieron olvidar la impresión producidapor la presencia del desconocido.
Avanzó rápidamente y en la oscuridad proyectada por las dos columnas que orlaban la puerta interior, y al lado de la pila de agua bendita, vio marcarse la silueta confusa de un hombre.
Enriqueta se estremeció sintiendo que los anteriores terrores volvían a reaparecer; pero siguió adelante dirigiéndose a la pila bendita y procurando aparentar indifierencia.
Conforme se acercaba iba aumentando su alarma.
No había duda. Era él; el hombre cuya misteriosa presencia tanto la preocupaba aquella tarde y que aunque ahora, por hallarse dentro del templo tenia la cabeza descubierta, ocultaba su rostro inclinado, entre los embozos de su capa que sostenía con una mano.
La agitación de Enriqueta iba en aumento.
Fingiendo la joven señora de Quirós una serenidad que no tenía y con la vista fija en el suelo para no ver a aquel hombre, llegó a la pila y al avanzar su mano para tomar agua, sintió en sus dedos el contacto de una mano ardiente.
Levantó la cabeza y a pesar de que después de las anteriores reflexiones se encontraba preparada para recibir la más inesperada emoción, no pudo contener un ligero grito de sorpresa ni evitar el retroceder algunos pasos.
Parecía fascinada por aquel hombre que había dejado caer el rojo embozo mostrando su rostro y figura.
Era él; era Esteban Álvarez, que aún conservaba en su rostro aquella belleza varonil que ahora parecía realzada por las huellas dolorosas que tremendas aventuras y luchas gigantescas habían impreso en su rostro.
Silencioso, inmóvil y erguido, miraba a Enriqueta fijamente sin que en sus ojos se notara el menor signo de reproche y la joven por su parte no se atrevía a moverse como si estuviera sugestionada por la inesperada aparición de aquel hombre.
Transcurrieron algunos momentos que parecieron interminables a Enriqueta y sólo recobró algo de su serenidad cuando Esteban le dirigió su palabra.
- Soy yo, Enriqueta. Comprendo tu sorpresa; no es fácil encontrar en una iglesia a un revolucionario emigrado sobre el que pesa una sentencia de muerte...
Tranquilízate, Enriqueta. No vengo a dar una escena. Quería verte... hablarte, nada más. Ahora mismo me iré.
La joven señora, aunque intranquila y temblorosa, había ido acercándose a su antiguo amante como cediendo a un poder irresistible que la empujaba.
A pesar de esto permanecía muda.
- Nada temas, Enriqueta, tranquilízate - continuó el conspirador - . ¿Crees acaso que voy ahora a recordarte tiempo pasados que son ya para nosotros como bellos sueños que se desvanecieron para no volver? No, demasiado comprendo nuestra respectiva situación. Tú eres la señora de Quirós, de un hombre respetable y digno y no puedespermitirte volver la vista atrás para contemplar, aunque sólo sea por una vez, el corazón que pisoteaste; y yo soy un desgraciado, un criminal fugitivo que se oculta al ir por las calles, con el que no se puede hablar so pena de comprometerse, y que no puede pedir cuentas a nadie de su conducta, pues se expone a ser conocido y a morir inmediatamente. Hoy ni tú ni yo somos ya los mismos. Tú eres un sol esplendoroso y yo un astro errante y muerto; nos hemos encontrado en nuestro camino, nos vemos, cruzamos un saludo y a seguir cada uno su ruta, para no volver a tropezamos en toda una eternidad. ¿Qué importa lo que entre nosotros pueda haber existido? ¿Qué importa lo que nos hayamos amado? Ya te he visto; ya he podido recordarte que existo aún. Era mi único deseo. Ahora... ¡adiós!
Y el desgraciado Álvarez no podía contener en su pecho la amargura que rebosaban sus palabras y sus ojos comenzaban a empañarse de lágrimas.
Iba ya a alejarse con paso lento, pero la miraba con indecisión como
esperando una palabra, un suspiro, algo que le demostrase que su recuerdo no había muerto en la memoria de Enriqueta.
Ésta se sintió más conmovida por el desaliento de su amante que por la alarma que antes había experimentado.
Le pareció que en su interior se rompía algo inundando su pecho de súbita ternura; el pasado surgió con fuerza en su imaginación borrando el presente, se olvidó de su esposo y de la familia pensando únicamente en el desgraciado conspirador, y avanzando más cogió sus manos, diciendo con acento de fuego:
- No huya usted; antes tenemos que hablar.
Enriqueta notó el gesto de extrañeza que hizo su antiguo amante al oír un tratamiento tan ceremonioso. Como si temiera que se escapara, dijo instintivamente y sin comprender a lo mucho que se comprometía con tales palabras:
- ¡Esteban!... ¡Esteban mío! Quédate; te lo ruego. No huyas de mí sin oírme antes.
El rostro de Álvarez se iluminó con una sonrisa de alegría.
También para él parecía haberse desvanecido el pasado y oprimiendo las manos de Enriqueta se creía aún en aquella feliz época en que ambos se sentían acariciados por las más risueñas ilusiones.
Transcurrieron algunos minutos sin que los dos se atrevieran a hablar Después de su separación habían ocurrido sucesos que ambos temían abordar aunque no por esto estaban menos deseosos de hablar de ellos.
La importuna presencia de dos beatas que cuchicheando y mirándolos maliciosamente se dirigían hacia la puerta, los obligó a retirarse al fondo de una capilla lateral, cuya oscuridad apenas sidisipaba el rojo chisporroteo de una lámpara de aceite.
Álvarez fue el primero en romper aquel silencio que se hacía embarazoso.
- Somos unos niños al permanecer de este modo, mudos y temerosos sin atrevernos a hablar de lo que deseamos. ¡Cuánto tiempo sin vernos! Es posible que tú creyeses que ya jamás volveríamos a encontrarnos en este mundo; pero la vida tiene sorpresas inesperadas y a lo mejor surge a nuestro paso la persona a quien creíamos haber perdido para siempre. Hace una semana estaba yo muy lejos de imaginarme que podría volver a verte como ahora te veo. ¡Si supieras cuánto he sufrido desde que nos separamos de un modo tan extraño en aquella aciaga noche!
Y el acento con que Álvarez decía estas palabras era todo un poema de tristeza. ¡Quién sabe las aventuras, las empresas abortadas con riesgo de la vida y las audaces comisiones, que habrían constituido la existencia azarosa y novelesca de Esteban Álvarez en aquellos años de ausencia!
- Tú, en cambio - continuó - , no debes haber sufrido. Te casaste y eres feliz porque de otro modo no comprendo cómo te decidiste a unirte con un hombre que no amabas. ¡Oh! No te alteres por esto que te digo; no vayas a llorar. Te engañas si crees que abrigo algún resentimiento contra ti. Todo pasó ya, y de las cosas que no tienen remedio lo mejor es no hablar.
Enriqueta lloraba al oír expresarse de tal modo a su antiguo amante.
- ¡Oh! ¡Si supieras...! - murmuró - , ¡si supieras todo lo sucedido desde aquella noche en que me abandonaste para ponerte a salvo! ¡Si conocieras todos mis sufrimientos desde entonces!
- Enriqueta, yo lo sé todo.
- ¿Tú? - preguntó con extrañeza la joven.
- Sí, yo. Allá en la triste emigración procuré enterarme de tu suerte y supe que ese... señor Quirós había fingido ser tu raptor logrando casarse mediante tan villana estratagema. Esto me hizo comprender tu conducta que no quiero calificar. Para que apareciera como tu raptor en aquella terrible noche, preciso es que tú accedieras a todo, que afirmaras cuanto él dijera y esto, Enriqueta, me ha producido aún mayor dolor que la consideración de que ahora eres de otro. Esto me ha enseñado para siempre la fuerza que el juramento tiene en labios de mujeres.
La joven, que de vez en cuando se llevaba su pañuelo a los ojos para secar las lágrimas, no protestó al escuchar las últimas palabras y únicamente dijo con ansiedad:
- ¿Y no sabes más?
- Nada más. Sólo de tarde en tarde hanllegado hasta mí noticias de tu vida y éstas siempre confusas. Estando en París, supe tu casamiento; que habías tenido una niña y que tu marido iba en camino de ser un personaje de estos que ahora se usan; pero éstas fueron las únicas noticias. Te escribí varias veces, y en vista de tu silencio, me decidí a hacer lo mismo. Aunque entonces todavía eras soltera comprendía que, o interceptaban las cartas o tú no querías saber más de mí. Esto último era lo más probable. Es poco grato amar a un hombre perseguido por el
gobierno, sentenciado a muerte y que se halla en extranjero suelo.
Enriqueta lloraba más aún al escuchar estas palabras.
- ¡Oh! ¡Si yo hubiese recibido esas cartas! Tal vez hubiese repetido el sobrehumano esfuerzo que me condujo hasta tu casa en aquella noche fatal. Yo no sabía nada de ti, Esteban. Puedes creerme. Ignoraba cuál era tu suerte, y hasta muchas veces llegaba a dudar si existías. Desde el instante en que me abandonaste he ignorado tu paradero, sin duda porque en torno de mi persona existían seres muy interesados en conservarme en tal ignorancia. ¡Ah! ¡Si conocieses mi historia!... ¡De qué distinto modo me juzgarías!...
Y Enriqueta, deseosa de justificarse ante aquel hombre del que le separaba su presente estado, pero al cual todavía amaba, púsose a relatar su vida desde el instante en que Álvarez la abandonó en la casa de huéspedes.
Ella se había confiado por completo a la caballerosidad de Quirós, había obedecido todas sus órdenes creyendo que así salvaba a su novio, como su acompañante le aseguraba, y únicamente cuando en la mañana siguiente en el despacho del gobernador de Madrid este funcionario le dirigió un largo sermón de moral reprochando la conducta que había observado huyendo de su casa con Quirós y explicándole las consecuencias que forzosamente había de tener tal fuga, fue cuando comenzó a comprender algo de aquella horrible trama de la que era víctima.
Las emociones sufridas en la noche anterior y el abatimiento moral que le producía el conocer, aunque vagamente, el conflicto en que había puesto a su honra por obedecer fielmente las indicaciones de Quirós, hiciéronla caer enferma en su lecho apenas llegó a su casa.
La fiel Tomasa, que en vano había estado aguardándola toda la noche a la puerta de la aristocrática vivienda, era la única persona que permanecía junto a su lecho prodigándole los más exquisitos cuidados y sin separarse de ella un solo instante.
¡Infeliz Enriqueta! Su único consuelo no tardó en serle arrebatado.
- Aquella misma tarde - siguió diciendo la joven señora de Quirós- unos hombres de aspecto horrible que, según supe después, eran de la policía, entraron en mi cuarto para arrebatarme casi a viva fuerza a la desgraciada Tomasa, que gritaba y se defendía como una loca.
- Conozco ese suceso - dijo Alvarez con voz temblorosa por la emoción.
- ¡Cómo! ¿Sabes tú lo ocurrido?
- Mi fiel compañero, Perico, averiguó en la emigración todo lo ocurrido a su tía, y del mismo modo su triste fin. La pobre Tomasa llevaba mis papeles comprometedores ocultos en el pecho; la policía los encontró, sentencióla un consejo de guerra a reclusión perpetua como agente de nuestra conspiración, y la infeliz fue conducida a la cárcel-galera de Alcalá, donde murió al poco tiempo. La desgraciada, quebrantada por el dolor, falta ya de su primitiva energía, y agobiada por los achaques de la vejez, no podo resistir tan inmenso infortunio.
El recuerdo de su fiel doméstica, a la que consideraba como una segunda madre, sumió a Enriqueta en un doloroso silencio, del que le sacó la voz de su antiguo amante.
- Fue aquello un crimen a cuyo autor le ha de pesar algún día, pues hechos como éste no deben quedar sin venganza. Tú conoces al criminal más aún que yo, y acuérdate bien de lo que te digo: ese miserable será castigado.
- ¿A quién te refieres? ¿De quién sospechas?
- De ese hombre que se llama tu esposo y cuyo repugnante nombre llevas. Quirós era el único que sabía dónde estaban mis papeles y cómo los guardaba Tomasa. El hecho de haber buscado al día siguiente la policía a la pobre vieja sabiendo ya que los papeles los ocultaba en el pecho, da a entender que tu marido fue quien hizo la delación.
- Tal vez sea así - dijo Enriqueta pensativa - . En ese hombre todo es creíble, pues está acostumbrado a la delación. Es un monstruo.
Y los dos, impresionados por el recuerdo de la infeliz vieja, quedaron en silencio algunos instantes hasta que por fin Enriqueta reanudó su relación.
Tardó mucho en salir de aquella enfermedad, que por ser más moral que física, los médicos no sabían cómo combatir.
Cuando entró en una penosa y difícil convalecencia, la baronesa y el padre Claudio fueron las únicas personas con las que pudo tratarse y que intentaban ejercer sobre ella una influencia sin límites.
Al principio le hablaron sencillamente de cosas religiosas, evitando el hacer la menor alusión a su huida que tantos y tan desfavorables comentarios había producido en el gran mundo; pero cuando ella estuvo ya completamente restablecida, los dos compadres religiososacometieron francamente la realización de su plan,