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Bendito sea Dios, vuelvo a decir, que no abandona jamás a los menesterosos; bendita sea la pródiga mano que a cada cual le da su remedio, ora un pedazo de pan, si padece hambre, ora un buen amigo que le ayude, si tiene ambicioncillas de medro. ¿Qué habría sido de mí si no hubiera tropezado de manos a boca con aquel nobilísimo, con aquel sin par sujeto, que echó de ver mis disposiciones y me llevó desde el Purgatorio de la oscuridad y miseria, al Paraíso del favor, de la fama y de la hartura? Hombre mejor no nació de vientre de mujer, ni se ha visto un talentazo igual para todo aquello que fuera de la jurisdicción de la suprema intriga, por cuyas prendas era la gran cabeza de aquellos tiempos y un maravilloso regalo hecho por Dios a la afortunada nación española, para que la sacara del mal traer en que se encontraba.
No estamparé aquí su nombre, porque los de personajes insignes no deben ser expuestos a la vergüenza de las letras de molde, donde corren riesgo de que la Historia y la Posteridad(ambas señoras muy amigas de meterse en vidas ajenas) los tomen por su cuenta, atribuyéndoles esta o la otra picardía y desfigurando con pérfido criterio sus honrados manejos. Pero sin nombrar al santo, puedo referir los milagros. Era mi protector diputado en las Cortes del año 14, donde brilló por su buen ojo y mejor mano para meter en un laberinto de enredos y compromisos al bando reformador. Acaudilló con singular tino a los que poco después se llamaron Persas, y fue uno de los que prepararon el paso dado por Fernando(a quien todos llamaban entonces el suspirado), contra la Constitución. Gozaba mi protector fama de hombre ignorantísimo, opinión que hubo de ser efecto de la ruin envidia, pues de su excelso ingenio fueron muestras la zancadilla que echó a todos los reformistas, y aquel celo y consumada destreza suya para ponerse en primer lugar, luego que el Rey recobró suslegítimos derechos, así como la prontitud con que se proporcionó tres o cuatro sueldos por Obra Pía, Pósitos, Penas de Cámara, etc..., de los cuales el menor habría contentado a un triste pedigüeño de otros tiempos.
Dios Todopoderoso, a quien no cesa de invocar mi gratitud, hizo que el cuitado narrador de estos sucesos, topara con Su Excelencia en Enero de 1814, y que le cautivase principalmente por su buena letra y singularísima habilidad para remedar la ajena, especialmente en toda suerte de firmas y rúbricas. ¡Oh, y qué elogios hacía aquel buen hombre de mis talentos caligráficos! ¡Y cómo ponderaba mi pulso, mi excelente ojo y aquella soltura con que despachaba en cuatro rasgos las más
difíciles y para él inverosímiles imitaciones! Así es, que me traía en palmitas, regalábame copiosamente, y aunque a veces solía decirme las cosas entre una sofocante llovizna de bofetones, mi humildad y la mansedumbre cristiana que Dios me dio, le volvían a su pacífico ser y a sus bondades y deferencias conmigo.
El primer asunto importante en que su merced me ocupara, fue aquel que la historia llama el asunto Oudinot, y que fue saladísimo, como obra de tales ingenios, aunque de escaso efecto por torpeza de algunos. Con su poderosa inventiva fantaseó mi protector una conspiración que se suponía fraguada por los liberales, de acuerdo con Napoleón, para establecer en España la república Iberiana. ¡Diantre con la república, y cuánto nos dio que reír, y cuántas cuchufletas y bufonadas entretuvieron las nocturnas horas en que a solas nos dedicábamos a inventar cartas, a remedar tipos de letra, a confeccionar programas y comunicaciones en cifra! Lo cierto es que la conspiración salió que ni pintada, y daba gusto ver aquella sutil trama, en la cual D. Agustín Argüelles aparecía carteándose con un pinche francés, a quien nosotros por ensalmo hicimos general Oudinot, con otras muchas imaginarias picardías puestas tan al vivo, que aún los autores de todo llegamos a creerlo, y nos indignábamos contra los republicanos iberianos napoleónicos.
Todo se lo llevó la trampa, a pesar de estar hecho con tanto esmero en largas vigilias... ¡Lástima de trabajo! La torpeza del necio Berteau, criado de la duquesa de Osuna, y de cierto cura de Granada(a quien después hicieron arzobispo), echó por tierra el más grandioso edificio que levantaran humanos entendimientos. Descubriose que todo era invención; formose causa, y aunque nadie se metió con nosotros, tuvimos el pesar de que los mismos jueces se escandalizaran de tan atrevida y necia calumnia.
Pero desde entonces se redobló la buena amistad y estimación de mi generoso protector, quien me puso en el secreto de graves planes, convidándome acooperar en su realización con todas las fuerzas de mi talento y travesura. Véase, pues, qué pronto me había destinado la divina Providencia a tomar parte en sucesos culminantes, de esos que mudan y trastornan las naciones. Sí, señores, delante de mí, en una sala del convento de Atocha, mi buen amigo, asistido de algunos padres graves de dicha casa, redactó el famoso manifiesto de los Persas, que quedó perfilado y puesto en limpio por mí en 12 de Abril. Firmáronlo sesenta y nueve individuos de lo más aprovechado que había en el reino
y en las Cortes, hombres estimadísimos del soberano, que entre ellos repartió mitras y togas, para que no quedara sin premio su lealtad.
En cuanto a la mía acrisolada, continuó sin más premio por entonces que el antiguo destinillo en la covachuela, y hasta después del 10 de Mayo y de la caída de la Mamancia y de la entrada en Madrid del encantador Fernando, no di señales de adelanto en mi carrera. ¡Oh, qué días aquellos! ¡Cuánta ansiedad sentíamos los buenos patricios, esclavos de la libertad, suspensos entre la vida y la muerte, sin saber cuándo veríamos el fin de la horrible tiranía de los mamones, caparrotas, cuácaros, lameplatos y ceposquedos, pues estos y otros graciosos nombres daba a los liberales en su Atalaya de la Mancha el reverendo Padre Castro! ¡Y qué trasudores y congojas experimentamos en todo Abril, ora creyendo segura la llegada del Rey con el desquiciamiento de todo el catafalco constitucional, ora sospechando que los infames francmasones nos secuestrarían al suspirado Rey, haciéndolo perdidizo en cualquier desfiladero, para encajarnos la república Iberiana, que tanto daba que hablar en los barrios bajos y en los claustros de mendicantes!
Pero la aproximación de las tropas de Wittingham nos dio aliento, y la llegada del general Eguía, completa tranquilidad acerca del buen resultado de lo que entre manos traían los Persas. ¡Qué hombre aquel! Era de los pocos, y es lástima que nuestra nación, agradecida a su destreza y heroísmo, no le elevase una estatua ecuestre, representándolo con su peluca de coleta, su gran joroba y aquel aire chusco, cascarrón y altanero, que le hacía tan temible. General más valiente no le han conocido los siglos. Los historiadores, que todo lo enredan, han dado en decir que D. Francisco Eguía no hizo más que desaciertos y majaderías, cuando mandó el ejército del Centro en la Mancha, antes de la batalla de Ocaña; pero aún falta probar, que nuestro general no fue un Gran Federico en aquella campaña. Han dicho que no quería combatir; que apremiado por la Regencia para que atacasea los franceses, contestó que él sólo anhelaba sucesos grandes que salvaran a la nación, dando a entender el noble deseo de no gastar su ingenio estratégico en batallejas de tres por un cuarto.
Pero sea de esto lo que quiera, y aun considerando que la Regencia tuvo razón al separarle del mando en 1809, no se le puede negar su heroísmo militar y ciencia en 1814. Como que él solo, ayudado de una división del ejército del Centro, dio al traste con la inmensa balumba de las Cortes, poniendo en vergonzosa fuga a más de cien diputados
liberales, que se escondieron en sus casas sin atreverse a asomar las narices... ¿Qué tal? Hombres como aquel bravísimo Eguía, son el mayor galardón que Dios Omnipotente puede hacer a las atribuladas y huérfanas naciones. Admirablemente lo hizo, y allí era de ver cómo se presentó con su tropa en casa del Presidente de las Cortes, notificándole, con serenidad sublime, la ruina de la Constitución, y cómo ocupó después resueltamente y sin asomos de miedo, casi sin pestañear, el palacio de las Sesiones, declarando con voz entera y firme que todo estaba por los suelos.
¡Qué noche la del 10 de Mayo de 1814! ¡Oh sin igual ventura! ¡Oh inolvidable regocijo del alma después de tan larga opresión! Yo había pasado todo el día escribiendo un articulito que remití a La Atalaya, por encargo de mi excelente patrono. Estoy tan orgulloso de aquella pieza, fruto precioso del frenético entusiasmo mío y de los ardores fernandistas de mi exaltado corazón, que no quiero que estas fieles memorias vayan a los confines de la posteridad, sin llevar siquiera un par de párrafos para que, reconociendo mi patriotismo, se juzgue de mi caliente estilo y de las gallardías de mi pluma. Decía así:
"¡A dónde estáis, potencias de mi alma! ¡Os busco, y por ninguna parte os encuentro! ¿Habéis volado en busca de aquel imán de nuestros corazones? ¿A dónde está FERNANDO? Hechizo de mi corazón, ¿a dónde te encontraré? ¡Mi alma no acierta en la efusión de su placer a expresar de ningún modo los sentimientos de que se halla inundada! ¡Mi memoria... mi voluntad... mi entendimiento, sí!... Todo es vuestro, ¡Dios Eterno! Pero si FERNANDO está en vos y vos en FERNANDO, en vos mismo gozaré de su amorosa presencia; sí, Dios Omnipotente, permitid que me regocije en vos, pues que vos le elegisteis desde vuestros eternos alcázares para nuestro digno REY; vos le perseverasteis con vuestra providencia en el principio; vos le guardasteis bajo la sombra de vuestras divinas alas...; vos le quitasteis de un suelo manchado con tantos crímenes,para que no presenciase el espantoso castigo con que ibais, aunque tan lleno de misericordia, a castigar a tus hijos... sí, amado FERNANDO... sí, apetecido consuelo de todas nuestras aflicciones... sí, hermoso y deseado iris en todas nuestras horribles borrascas... tus fieles y huérfanos hijos te lloraron como miserables pupilos, y no hubo un placer verdadero en sus amantes corazones, considerándote cautivo...".
Y así seguía, soltando la abundosa vena de mi inspiración, para que sin tasa corriese, con lo cual se embobaba el vulgo, llegando mi fama como escritor hasta el punto de que un padre de la Merced, el venerable Salmón, dijese de mí que allá me iba con Cervantes en el manejo de la pluma. Pero la verdad es que mi genio me llamaba por caminos distintos de los de la literatura. ¿Se creerá que en aquella felicísima noche del 10 de Mayo, no pudiendo contener mi exaltación en pro de Fernando, ni menos mi enojo contra los llamadosmamones, me uní a los esbirros y jueces que iban de calle en calle prendiendo en sus casas a los famosos corifeos de las Cortes?
Uno de los jueces de policía era amigo mío, y también un oficial de los que mandaban la tropa encargada de proteger a los jueces. Fui, pues, de casa en casa, y no puedo dar idea de la indignación que ardía en mi alma contra aquellos bribones, a quienes era preciso buscar dentro de sus propias guaridas para prenderlos. Era en realidad vergonzoso que varones tan eminentes como aquellos intachables jueces de policía, anduviesen cual cuadrilleros de la Santa Hermandad, corriendo a caza de un Argüelles, de un Martínez de la Rosa, de un Calatrava... ¡Tunantes! ¡Cuándo recibieron ellos mayor honra que la de ser huroneados por individuos de toga, los cuales en su desmedido ardor por la causa del Rey, iban sudando gotas como puños; que tales angustias trae el oficio de polizonte!
La pesquería no fue mala, y si bien se nos escaparon Toreno, Antillón, Gallego y otros, cogimos a Argüelles(a quien no le valió su divinidad) en la calle de la Reina; a Gallardo, en la del Príncipe; a Canga Argüelles, en la misma calle y casa de San Ignacio; a Page, en la de Hita; a Cepero y a Martínez de la Rosa, en la calle de San José; a Larrazábal, en la de Jacometrezo; a García Herreros, en la plazuela de Celenque, y en diversos sitios que no recuerdo, a Quintana el Seminarista, a Feliú, Villanueva, Muñoz Torrero, Cano Manuel, Álvarez Guerra, O-Donojú, Capaz, Cuartero, a los cómicos Máiquez y Bernardo Gil, sin omitir al célebrecojode Málaga.
¡Oh, vil caterva de charlatanes! ¡Y qué bien os llegó vuestro San Martín! ¡Y con qué oportunidad y destreza fueron burladas vuestras malas artes y destruidos vuestros execrables planes! Mala peste os consuma, y demos gracias a Dios que nos deparó el remedio contra vuestra perfidia en la férrea mano de Eguía. Ni qué falta hacían en el mundo vuestros heréticos discursos, ni a cuenta de qué venía esa
endiablada Constitución... ¡Ay! Aquella noche las almas se desbordaban de gozo, viendo destruida la infame facción, muerta la herejía, enaltecido el sacrosanto culto, restaurado el trono, confundidos volterianos y masones. Yo no cesaba de dar gracias a Dios por lo bien que conducía desde su celeste altura la empresa, y siempre que salíamos de una madriguera para entrar en otra, asegurado ya uno de los abominables delincuentes, me santiguaba devotísimamente, poniendo los ojos en el cielo, para que ni por un instante nos desamparase la bondad divina en tal trance, y llegáramos al fin de la jornada sin tropiezo alguno.
A medida que iban cayendo los llevábamos a la cárcel de la Corona y al cuartel de Guardias de Corps o a San Martín, donde quedaban encerrados. No se les dejó papel que no se guardase para dar luz sobre los procesos que se les iban a formar, porque habría sido en verdad lastimoso que las picardías de tanto malsín no tuviesen comprobación cumplida en los autos, para que a nadie quedase duda de sus maldades. Pues digo... si no se hubiera tenido mucho cuidado de cogerles los papeles, la justicia habría tenido que romperse los cascos para inventarlos después, lo cual es tarea larga y que da larga fatiga y quita mucho tiempo a los señores de la Comisión de Estado.
Siempre me acordaré de la insolencia de los diputadillos, que en vez de echarse a llorar y pedirnos perdón cuando les prendíamos, nos miraban con altaneros ojos, afectando una serenidad tranquila, propia de justos o inocentes, y expresándose en tales términos, que al oírles, ¡mal pecado!, parecía que no habían roto plato ni escudilla. Quien les viera, creyéralos a ellos jueces y a nosotros ladrones en cuadrilla, trocados los papeles, y convertidos los ajusticiadores en ajusticiados. Viendo tan descarada desvergüenza, no me pude contener, y a varios de ellos les dije cuatros frescas bien dichas y dos docenas de verdades como puños, siendo tal su cobardía, que no se atrevieron a contestarme, ni aun siquiera a soportar el mortífero rayo de mis ojos.
Yo les veía pasar de sus casas a las cárceles, y siempre me parecían pocos. Hubiera deseado que aquellos bergantes se multiplicaranpara que fuese más grande el esplendor de la hazaña que estábamos consumando. ¡Oh!, ver a Madrid limpio de liberales, de gaceteros, de discursistas, de preopinantes, de soberanistas, de republicanos, de volterianos, de masones... ¡Esto era para enloquecer al menos entusiasta!
Llegaste al fin, ¡oh día 11 de Mayo, y tus primeras luces vieron al devoto pueblo de Madrid corriendo por las calles como impetuoso río, sin que ningún dique bastase a contener las desbordadas olas de su gozo! ¡Oh, qué pueblo! ¡Y cómo gritaba celebrando el acabamiento de la tiranía! ¡Y con cuánto amor invocaba al Dios Todopoderoso y a su Santísima Madre, llevando en triunfo a los benditos frailes y arrastrando por las enlodadas calles las sacrílegas imágenes de la libertad, que exornaban el palacio del charlatanismo; arrancando la lápida de la Constitución y cuantos letreros y signos y figuras, recordasen la conjurada borrasca!... De seguro lo pasaran mal los señores encarcelados, si por acaso les echara la zarpa el discreto y sapientísimo vulgo. Hubo quien a grito herido pidió que se permitiera al pueblo hacer justicia por sí mismo en la ruin persona de los orgullosos caídos, pero la cosa no pasó de aquí.
Por mi parte trabajé en aquel día más que en otro alguno de mi vida. ¡Virgen de las Angustias! ¡Qué idas y venidas, qué mareo, qué ansiedad!... Sólo por causa tan santa y por el inextinguible amor del inocente Fernando, puede un hombre molerse y descoyuntarse como yo lo hice aquel día, con los hígados en la boca durante diez horas, sin dar paz a los pies ni a la lengua, ora arengando a estos, ora recomendando a los otros lo que habían de hacer, disponiendo y ordenando, conforme a la voluntad de mi patrono y de otros personajes de viso que andaban en el negocio.
¡Jesús, María y José! Flojita era la tarea en gracia de Dios... Al más pintado se la doy yo, seguro de que a la mitad de la jornada desfallecería, como no recibiera del cielo broncíneas piernas y garganta de acero. Ahí es nada... era preciso ir repartiendo dinero por los barrios bajos y convocar a determinados individuos de la majería, cuidando de andar con mucho pulso en lo del distribuir, porque a mucho que se abriera la mano, no quedaba nada para el repuesto del comisionado. Asimismo era indispensable ir de taberna en taberna y de garito en garito, contratando gente; avistarse con el tío Mano de Mortero, con Majoma y otros próceres del Rastro, para encomendarles delicadas comisiones, de esas que sólo a delicadísimos entendimientos pueden fiarse. También había que avisar a los padres franciscanosy agustinos, que estaban ocultos, para que saliesen a arengar a la muchedumbre; hacer correr noticias falsas de conspiraciones fraguadas por los revolucionarios; con otros muchos menesteres y ocupaciones que
habrían rendido el organismo más fuerte y desquiciado el más sólido entendimiento y la más firme voluntad. Pero ¿de qué sirve la fe, si no es para hacer prodigios? Por la fe los hice yo en aquel memorable día; por la fe tuve cuerpo y alma y sentidos e ideas para tantas cosas; por la fe hice más yo solo que veinte compañeros encargados de iguales trapisondas.
Recordando aquel día y mi cansancio, el alma se me inunda de frenético gozo. Habíamos vencido a la infame pandilla, a un centenar de deslenguados charlatanes; les habíamos vencido sin más auxilio que un ejército y la autoridad del Rey, acompañado de la grandeza, del clero, de las clases poderosas; habíamos triunfado en sin igual victoria, y la monarquía absoluta, tal como la gozaron con pletórica felicidad nuestros bienaventurados padres, estaba restablecida; habíamos pisoteado la hidra asquerosa del democratismo extranjero, de la inmunda filosofía, devolviendo al trono su esplendor primero y a la autoridad real el emblema de su origen divino; habíamos derrotado a la impiedad, sacando a la religión sacrosanta de la sombra y abatimiento en que yacía; habíamos realizado una maravilla; habíamos sido los soldados de Cristo; sentíamos en nuestro pecho el aliento divino, y el regocijo de la bienaventuranza enardecía nuestras almas.
"¡Noche del 10 de Mayo! - decía el padre Castro en su inolvidable Atalaya - . ¡Ah, tú serás contada entre los días más solemnes que vio el mundo!... Españoles, alabemos y ensalcemos al Señor: que nuestra lengua no cese de cantar sus misericordias.
"Sí, españoles:Confitemini Domino quoniam bonus, quoniam in sæculum misericordia ejus. Los principales cabezas de esta rebelión están ya presos en la capital y en las provincias. La sabiduría de nuestro idolatrado FERNANDO ha sabido combinar de tal modo los caminos de nuestra futura dicha, que es menester confesar que el Señor está en él. En un mismo día y en una misma hora han sido sorprehendidos todos estos verdugos de nuestra patria, y su exemplar castigo será la garantía más segura de nuestra perpetua felicidad. Confitemini Domino, quoniam bonus, quoniam in sæculum misericordia ejus. Españoles, alabad y bendecid al Señor. Nuestra patria es ya feliz: ya reina FERNANDO".
¡Sí, ya reinan Dios y Fernando!
¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!... Señor, ¿con qué lengua cantaré tus alabanzas? ¿Qué palabras hay que no sean pálidas y frías para expresar mi gratitud? En la humildad nací, y del muladar de mi oscura condición sacome tumano poderosa para llevarme a los dorados alcázares, donde las grandezas humanas dan idea de las grandezas divinas. Mi corazón se estremece de gozo al recordar mi primer paso por la dorada senda.
Era un domingo; habían pasado algunos días después de la entrada del Rey; funcionaba ya el nuevo ministerio; habían levantado su majestuosa cabeza, coronada con los laureles de cien siglos, el Real Consejo y Cámara de Castilla y la Sala de Alcaldes, cuando D. Buenaventura(algún nombre he de dar a mi protector para que se le distinga entre los individuos de que haré mención), me llamó a su despacho, y melifluamente me habló así:
- Dime, Braguitas, en cuál oficina quieres colocarte, pues ya he dado tu nombre al ministro, y no falta más que saber tu deseo para satisfacerle al punto.
- Señor - repuse - , como vayan por delante los veinte mil reales que Vuecencia me ha prometido, lo demás es cuestión secundaria. Sin embargo, mis aficiones...
- Ya sé que tú te inclinas a la Real Hacienda. Vas a lo positivo. ¿Te convendría la Caja de Amortización, los Pósitos, la Revisión de juros?...
- Iré, si Vuecencia no lo toma a mal, a Paja y Utensilios.
- Corriente... Mañana mismo tendrás tu nombramiento... Dime, ¿has llevado la carta a las monjas Bernardas?
- Desde esta mañana.
- ¿Me has limpiado las botas?
- Están como espejos.
- Bueno: antes de marcharte, pídele a doña Nicanora los calzones y la casaca que te prometí ayer. Con un poco de obra quedarán ambas prendas como nuevas... Ahora necesitas cierta ostentación, Juan: es preciso que te presentes como corresponde a un señor oficial segundo de Paja y Utensilios, y lo primero que has de hacer es dar las gracias al señor Ministro...
- ¿Las gracias?
- Seguramente. Ganabas 5.000 rs. en las covachuelas de la secretaría
de Gracia y Justicia, y de golpe y porrazo pasas con 20.000 a Paja y Utensilios...
Mortificado por mi dignidad, un poco ofendida, permanecí en silencio; pero el insigne repúblico debió de adivinar mis pensamientos con su seguro tino, y me dijo:
- ¿Qué, no estás contento todavía? No sé en qué piensan los muchachos del día... Ya se ve... los tiempos que corren y los escándalos de estos últimos años han despertado las ambiciones de tal modo... En mis tiempos, lo que hoy se te da equivalía a un arzobispado de los de mejor renta.
- No me quejaré - repuse humildemente - , porque es propio de mi condición no pedir nada y aceptar lo que me dan; pero...si han de acomodarse las recompensas a los merecimientos...
- ¡Tus merecimientos! - exclamó su señoría con desdén - . ¿Cuáles son? ¿Qué letras has cursado, perillán? ¿Qué tratados de materia jurídica o teológica has escrito? ¿Qué servicios has prestado a la administración, bergante? ¿Qué ejércitos acaudillaste, zopenco, ni qué Rey te debió la corona?
- Sobre eso hay mucho que hablar, señor D. Buenaventura de mi alma - respondí con brío - . Si a todos se repartiera por igual no me quejaría; pero se están viendo improvisaciones escandalosas. Ahí tiene Vd. a Antonio Moreno. ¿Qué era hace un mes?, ayuda de peluquero, pues ni siquiera podía llamarse maestro peluquero. ¿Qué es hoy?... consejero de Hacienda.
D. Buenaventura calló. Le dejé suspenso y absorto.
- Es verdad - dijo al fin - . Ya lo sabía... pero eso no tiene nada de particular. Antonio Moreno era... un excelente profesor de cabezas... No debe olvidarse que en Valencia sirvió de amanuense cuando se redactó el célebre decreto del 4.
- ¡Consejero de Hacienda! - exclamé yo alzando los brazos - . ¡Consejero de Hacienda un vil peluquero!
- Pero a nosotros ¿qué nos importa? Allá se las compongan... Dime tú, ¿qué pedazo de pan nos quitan de la boca haciendo a Moreno consejero? Además, el honor de haber redactado tan sublime documento, merece perpetuarse con una posición decente... ¿Qué piensas? ¿Qué opinas? ¿Por qué has hecho ese gesto de monja escandalizada cuando he nombrado el decreto del 4 de Mayo? ¿No te gusta? ¿No te parece
categórico? ¿No lo crees una obra admirable y que nada deja que desear?
Yo callaba, porque mil dudas y desconfianzas ocupaban mi espíritu.
- No puede escribirse nada más contundente - continuó D. Buenaventura leyendo un papel - que el párrafo en el cual se declara "aquella Constitución y decretos nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás tales actos, y se quitaran de en medio del tiempo...". Está dicho todo, y con tales palabras bastaba.
- Esa es mi opinión. Con eso bastaba. Pero más arriba, el Rey, obedeciendo a pérfidas inspiraciones, ha dicho que aborrece el despotismo, que convocará Cortes, que establecerá la seguridad individual, con otras zarandajas que o mucho me engaño, o son el primer paso para volver a las andadas, mi Sr. D. Buenaventura.
- Pero ven acá, majadero impenitente, ¿cuándo has visto que tales fórmulas sean otra cosa que una satisfacción dada a esas entrometidas naciones de Europa que quieren ver las cosas de España marchando al compás y medida de loque pasa más allá de los Pirineos? Ríete de fórmulas. No se pueden hacer, ni menos decir las cosas tan en crudo que los afeminados cortesanos de Francia, Inglaterra y Prusia se escandalicen. ¡Reunir Cortes! Primero se hundirá el cielo que verse tal plaga en España, mientras alumbre el sol... ¡Seguridad individual! ¡Bonito andaría el reino, si se diesen leyes para que los vasallos obraran libremente dentro de ellas, y se dictaran reglas para enjuiciar, y se concedieran garantías a la acción de gente tan ingobernable, díscola y revoltosa! El Rey, sus ministros y esos sapientísimos y útiles Consejos y Salas, sin cuyo dictamen no saben los españoles dónde tienen el brazo derecho, bastan para consolidar el más admirable gobierno que han visto humanos ojos. Así es y así seguirá por los siglos de los siglos... ¿Eres tan tonto, que crees en manifiestos de reyes? Como los de los revolucionarios, dicen lo que no se ha de cumplir y lo que exigen las circunstancias. Bajo las fugaces palabras están las inmóviles ideas, como bajo las vagas nubes las montañas ingentes, que no dan un paso adelante ni atrás. Las nubes pasan y los montes se quedan como estaban. Así es el absolutismo, hijo mío; sus palabras podrán ser bonitas, rosadas, luminosas y movibles; pero sus ideas son fijas, inmutables, pesadas. No mires lo de fuera sino lo de dentro. Estudia el corazón de los hombres y no atiendas a lo que articulan los labios, que siempre han de
pagar tributo a las conveniencias, a la moda, a las preocupaciones...
D. Buenaventura se expresaba con calor. No me atreví a contestarle, y mis pensamientos se acomodaron a los suyos, como sucedía casi siempre que hablábamos de política.
- ¡Ah!, se me olvidaba una cosa - exclamó después de breve pausa -: ya he dicho al Ministro que te exima durante algunos días de ir a la oficina. Es preciso que me ayudes en este delicado negocio que tengo entre manos... Ya sabes que Su Majestad me ha nombrado fiscal de la comisión de Estado que ha de sentenciar a los presos de la noche del 10.
- Tarea fácil, a mi modo de ver, mientras no desaparezcan del mapa Melilla, Ceuta y el Peñón.
- Eres excesivamente ejecutivo. No puede hacerse la distribución, sin fundar en algo los castigos. Es preciso buscarle el pelo al huevo, como suele decirse, registrar papeles, sacar de ellos la quinta esencia de la maldad, llegar testigos aunque sea en las entrañas de la tierra, estrujar los autos hasta que destilen la amarga hiel de la evidencia, cumplir en todassus partes la larga serie de procedimientos que son gloria de nuestra jurisprudencia, y en fin, hacer los procesos de tal modo que no les falte ni una tilde y aparezcan en toda su horrible desnudez las necesarias maldades de esos hombres.
- Con el plan de república(algo más verosímil que el de la Iberiana), revelado por el padre Castro en su Atalaya - repuse - bastará para hacer las más lindas causas que se han visto en tribunales españoles.
- A eso vamos. La Confederación descubierta por el Atalayero es ingeniosa. Además, algunos testigos han hecho declaraciones de perlas.
- El conde del Montijo...
- Asegura que los liberales formaron causa al Rey en un café de Cádiz y le condenaron a muerte.
- Ostolaza...
- Ha delatado los pensamientos de sus compañeros de Cortes, asegurando que querían deshonrar al Rey, con otras preciosísimas afirmaciones que constituyen un verdadero tesoro.
- La persecución del Obispo de Orense y del marqués del Palacio, así como el destierro del Nuncio Sr. Gravina, son materia abundante.
- Abundantísima.
- Bien sabemos todos que Mejía dijo en las Cortes que no existe Dios;
Argüelles, que no debían obedecerse los preceptos de la Iglesia.
- Feliú dijo, que la religión era una farsa...
- Y Arispe afirmó, que la grandeza españolatenía sangre de perro. Bien mirado, el testigo más explícito, más claro, es el archivo y las actas de las Cortes.
- Sin duda. ¿No está allí escrito que el danzante de Martínez de la Rosa propuso fuera condenado a muerte el que propusiese adición o reforma en la Constitución de Cádiz?
- Recuerdo perfectamente su pedantesco discurso del 21 de Abril, en que decía que los pueblos deben darse ellos mismos las leyes fundamentales.
- También yo tengo buena memoria - añadió D. Buenaventura - . Habló mucho de derechos imprescriptibles, y concluyó así: Se acabaron nuestras desgracias. Ya reinan las leyes...
- Que es como decir que no reinará el Rey - afirmé, tomando un polvo que D. Buenaventura me ofreció.
- ¡Y qué más, mi querido Bragas! ¿No consta en el libro de las sesiones la abominable expresión de Canga Argüelles?
- Que estaba pronto a derramar la última gota de su sangre en defensa de la Constitución.
- Así mismo lo dijo.
- No recuerdo bien cuál de ellos aseguró que destruidos los conventos, se cortan las fuentes que mantienen las preocupaciones y cuentos de viejas.
- Page, el mismo que expresó la opinión de que es delito de lesa majestad llamar SOBERANO al Rey... ¿No fueIstúriz quien dijo aquellas palabrotas?...
- Sí, ya recuerdo. Hoy somos ciudadanos de una gran república, aunque bajo las formas características de la monarquía; el Rey no es nuestro señor, es nuestro jefe, porque queremos y de la manera que queremos que lo sea, y nada más.
- Admirable memoria tienes - dijo D. Buenaventura, tomando la pluma - . Voy a apuntar eso. Se confrontarán las Sesiones.
- No olvidará Vd. los méritos y servicios de Gallardo. Fue el que estampó en letras de molde, que los obispos debían echar bendiciones con los pies, colgados de una cuerda. Ahora recuerdo también que
Ramajo, redactor de El Conciso, amenazó al Rey con la venida de Carlos IV, si no juraba la Constitución.
- Deliciosísimo, amigo Bragas. Tras los diccionaristas y gaceteros, viene la pestilente chusma de poetas, a quienes es preciso también poner como nuevos. Ahí tienes por ejemplo, a Sánchez Barbero...
- El autor de aquellos versitos:
De independencia y libertad gozamos,
Y monarca, no déspota, juramos.
- Yo también me acuerdo, yo también - exclamó con júbilo mi amigo - . El infame bibliotecario de San Isidro se despachó a su gusto en estas endechas:
El fanático error vencido cede,
Y la sin par Constitución sucede;
Constitución resuena
Doquiera ya: Constitución inflama...
¡Ya te inflamarán a ti!... ¡Miserables poetas, se os ha acabado el doquiera! Encerraditos en Melilla, podréis cantar la soberana.
- Muñoz Torrero - añadí, gozoso de poner mi retentiva al servicio del Estado - , fue el que dijo que la soberanía de la nación es taba en las Cortes, lo cual es como poner a la burra las arracadas.
- Justamente. Y que las personas de los diputados eran inviolables. ¡Inviolables el veneno de la serpiente y la lengua del escorpión!
- Pues ¿y García Herreros? Fue el que tuvo el atrevimiento de asentar que los reyes están sujetos a las leyes que les dicta la nación.
- Y que la ley es superior al Rey, lo cual es como decir que la espuela gobierna al jinete.
- Casi todos ellos firmaron el decreto de 2 de Febrero, en el cual se dijo que no se conocería por libre al Rey, ni menos se le prestaría obediencia, hasta que él prestase juramento a la Constitución.
- Gutiérrez de Terán firmó como secretario el manifiesto de 19 de Febrero, que era la segunda parte del tal decreto.
- Y Martínez de la Rosa, o sea el Sr. Bello Rosal, como le llama La
Abeja, lo escribió.
- Y Feliú lo leía a voz en cuello en los cafés.- Adonde iban a emborracharse.
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D. Buenaventura tomaba apuntes, demostrando a cada nueva adquisición cierta alegría pueril. Como hombre que en el cumplimiento de sus deberes y en el servicio del Rey y del Estado ponía su alma toda entera, sin proceder jamás de ligero en ningún asunto grave, allegaba cuantos datos pudieran ilustrar su entendimiento en materia tan ardua, y con ansiedad de avariento los iba guardando. El buen señor se veía precisado a sentenciar a muerte o a presidio a unos cuantos malvados, y no pudiendo hacerse esto rectamente sin pruebas, las buscaba para que aquellos infelices no fueran al patíbulo sin saber por qué. ¡Tunantes! ¡Cuándo merecieron ellos tropezar con varón tan justo, tan humanitario y compasivo como aquel! ¡Ni cómo habían ellos de soñar que, merced a los cristianos sentimientos de tan ejemplar magistrado, enemigo del derramamiento de sangre, se verían galardonados, como quien dice, con unos cuantos años de presidio, en vez de la horca que merecían!
Más adelante se sabrá su destino; que ahora no puedo levantar mano del trabajo de mi propia historia, en la cual ocupan lugar muy preferente los sucesos que se verán a continuación.
Siempre fui hombre que lo mismo servía para un fregado que para un barrido, y de tanta actividad, que solapadamente me multiplicaba, esclavo de diversas y contrapuestas obligaciones, atento siempre al servicio del Estado y a mi propio interés, como Dios manda, vigilante y despierto en todos los momentos de la vida para que ninguna ocasión de ganancia se me escapase, y con cien ojos puestos en el panorama de los acontecimientos para sacar de ellos provecho. Así es que ayudaba a D. Buenaventura en sus quebraderos de cabeza dentro de la comisión de Estado, y servía mi plaza en Paja y Utensilios, mereciendo plácemes sinceros del jefe, y no poca envidia de mis compañeros. En poco tiempo supe conquistar la amistad de muchos personajes eminentes de aquella era feliz, tal como D. Blas Ostolaza, espejo de los predicadores, confesor del infante D. Carlos y hombre de muchísimo influjo, don Pedro Ceballos,
D. Juan Lozano de Torres, D. Juan Pérez Villamil, célebre por lo de Móstoles, D. Pedro Labrador, el incomparable diplomático que en el Consejo de Viena dejó pasmados a todos los embajadores de las grandes potencias, D. Miguel de Lardizábal, ministro de Indias, el gran magistrado D. Ignacio Villela, el Sr. Vadillo, alcalde de Casa y Corte, y otros muchos individuos tan insignes, tan eminentes, que bien podía decirse de ellos que tenían las cabezas podridas de talento.
Como yo era tan entrometido, fácilmente ensanchaba el círculo de mis amistades,unas veces solicitando favores con tal empeño, que me los concedían porque me quitase de encima, otras prestando los pequeños servicios que de mi reducido poder dependían... Pues digo... cuando alguno de aquellos señorones venía a mi oficina, a la inmediata de Rentas decimales(donde yo tenía tantos amigos) o a otra cualquiera de las del ramo, a solicitar reservadamente que se hiciera perdidizo un miserable expedientillo de Propios o de Arrendamiento de oficios... vamos... aquello era una bendición. Viendo que yo abría la mano y no me hacía de rogar, siempre que se trataba de poner mi firma en un Cargo y Data, enviado por el alcalde, por el contratista o por el recaudador, me traían en volandas. ¿Qué le importaba a la nación que se escurrieran entre los papeles algunos disimulados sapos y culebras, o que se variara con caligráfica ingeniosidad un par de números, siempre que quedase contento aquel o el otro empingorotado repúblico, cuyo bienestar importaba tanto al Estado? ¡Pues no faltaba más, sino que por no hacer el gusto a un regidor amigo o a un alcabalero pariente, se sofocara uno de aquellos esclarecidos varones, y revolviéndosele los humores, perdiera la salud, tan necesaria al buen servicio y esplendor de la monarquía!
Unas veces era preciso conseguir una moratoria de diez años para que tal o cual duque no se viese importunado por los estúpidos de sus acreedores... Otras veces había que beber los vientos para conseguir que el fuero del Honrado Concejo amparase a Fulanito, en cuyo caso, y mientras aquel decidiera, este no tenía que apurarse por la fruslería del pago de sus arrendamientos... Pues ¿y cuando había que conseguir de la sala de Alcaldes una provisioncita para que en tal o cual pueblo se repartieran los oficios dos o tres individuos de una familia, de modo que por ser hermanos el alcalde, el secretario, el escribano y el procurador síndico, no había la más mínima disputa en el arreglo del común? - Existiendo estos asuntillos, era necesario entonces tener en Madrid un
amigo listo y de mucha mano en las oficinas, para que volviese lo blanco negro y lo verde encarnado en las cuentas, para que visitase a algún señor del Consejo y con él se entendiese; que si no, capaz era el tal Consejo de darse de calabazadas por averiguar dónde se había escurrido algún terreno baldío rematado en tiempo de los franceses...
También solían ocuparme los señores de Madrid y muchos de provincias en diversos negocios referentes a Tercias Reales, a ciertos atrasillos de Alcabalas, a compaginar las cuentas del receptor de bulas de tal pueblo para que noapareciesen distintas de las del alcalde, a resucitar cual expediente de Manda Pía forzosa, añadiéndole un par de planas a la antigua, tan diestramente imitadas que ni aun les faltaba la polilla... ¿y para qué cansar más?... ocupábanme en todo lo que fuese del mangoneo subterráneo de las oficinas, pues yo, por mi índole rebuscona, mi carácter dulce y la prodigiosa facultad de insinuación que me otorgó Natura, había establecido una red oculta, una multitud de hilos de connivencia tendidos de covachuela en covachuela y de despacho en despacho, con tal arte que nada me era difícil.
Verdad es que algunos envidiosos dieron en decir que se deshonraban teniéndome a su lado, y hasta se susurró que Su Excelencia quería echarme a la calle...(ya se hubiera tentado la ropa antes de hacerlo); pero yo tenía muy buenos asideros en la administración y de todo me burlaba. Antes hubieran movido de sus graníticos cimientos el Escorial que moverme a mí de mi silla en Paja y Utensilios. Como que mis calumniadores eran unos pobres papanatas que a penas sabían hacer otra cosa que el trabajo material de su oficina, y así era de ver el mal trato de sus casas, pues muchos de ellos no tenían camisa que poner a sus chiquillos. En cuanto al aspecto de sus rostros y personas, daba grima verles, según estaban de rotos, descomidos y trasijados, y no podía uno menos de avergonzarse al pensar qué idea formarían de la administración española los extranjeros que acertaran a conocerles.
Mi casa, por el contrario, era una tierra de promisión. ¡Bendito sea Dios que a nadie desampara! Tan pronto venía la caja de dulce como la tarea de chocolate macho, ora las sartas de chorizos, ora un par de jamones: el plato de leche no faltaba nunca en las solemnidades, ni el par de capones en 24 de Julio... en fin, aquello parecía una colmena. Tanto iba creciendo mi clientela y buena suerte, que me ocurrió poner una agencia de negocios. Había que ver cómo me solicitaban damas, oficiales, canónigos, marquesitos, ¿qué digo?... ¡hasta un señor obispo